Quería todo, especialmente lo imposible, como todos los enamorados,
pero de entre todas las cosas él prefería sobre todo a las palabras.
Háblame, me pedía, como si de mi boca se desprendiera un abracadabra perfecto.
Ningún reloj cuenta esto. Cristina Rivera Garza
No puede haber dudas porque las dudas generan caos y autodestrucción.
The Gentleman. Guy Ritchie
Decidida a disciplinarme, en enero del 2020 tomé una libreta para anotar todo lo que hiciera, leyera, escuchara y viera, con el fin de dejar un registro de lo que hice, leí, escuché, o no, este año. Soy un caos. No se trata de ropa tirada o cama destendida, tengo un caos en mi cabeza, uno, dos, tres caos, si es que se puede cuantificar. Pretendí ordenar mis ideas e intereses en un cuaderno, como quien tiene una agenda abierta que no se ciñe a días ni semanas. Por supuesto que no funcionó como yo quería, pero al menos no dejé de escribir, hacer dibujitos, indicios que ayudaran en este desorden al recuerdo y al porqué. Mi pretensión era poder repasar al final del año lo que el teflón no permitió que se adhiriera en mi memoria, así que al menos en eso cumplí.
Como todos, nunca imaginé una pandemia y cuando llegó para quedarse decidí que nada escribiría al respecto, tal vez para aferrarme a que no estaba pasando, pero la pandemia se ve, zurcida con hilo invisible, en mi imposibilidad de leer, de concentrarme, de recurrir insistente a las letras desesperadas. A la soledad, al miedo y a la incertidumbre.
A inicio de año, según el registro de mis letras, porque yo no recordaba nada de eso hasta este repaso, ya estaba escrita la incertidumbre. De todo dudaba tanto como de mí misma. Leo una nota donde le reclamo a Simone de Beauvoir por qué en La mujer rota no narró sobre el amor y la libertad, antes que replicar los celos y los problemas de mujer casada que no me dan certezas como para continuar pensando en el amor libre, y me río de mí misma en este momento.
Escribo esto con todo el daño emocional que ha dejado a la humanidad la incertidumbre. Han sido meses en los que no bastó la fuerza de voluntad ni la empatía para salir adelante. La incertidumbre económica, de la vida, del bienestar ha ido creciendo como esas heridas que no sanan porque no han sido tratadas con una buena cura. Era obvio que al inicio de la pandemia mi preferencia en películas y lecturas fuera de naturaleza ligera y simplona, me urgía atender esa necesidad inmediata de confort. No estaba sola. Edilberto, mi compañero y mi cielo, trataba, lo hace aún, de aligerar mi desasosiego con sus palabras, sus ojos, sus comidas y postres. Por su culpa aumenté más de 10 kilos, con sus tantos dulces besos repartidos, como canta Shakira. A alguien tiene una que echarle la culpa de sus decisiones.
Sin embargo, con su perdón, sé que la relación más sólida que tuve este año fue con mi madre y mi padre. Después de muchos años de estar distanciados a pesar de vivir juntos, este 2020 pandémico me dio la oportunidad de conocerlos y escucharlos como nunca antes lo había hecho. A través del teléfono, mi madre me cuenta la telenovela un día, para luego otra noche hablarme de sus dolores, de su amor, su ser femenino que nadie conoce, de confiarme lo que nunca había contado y hasta atreverse a llorar conmigo sus desasosiegos entre llamadas a todas horas en las que me cuenta su cotidiano andar por la casa que por ningún motivo debe abandonar y que la tiene aburrida. Con mi padre he afianzado un amor y una amistad que me deja descubrir que es un hombre que sueña, que ama, que extraña y que siente a los suyos como nunca antes en mis casi 40 años de vida pensé que lo hiciera. Esto bastaría para entender que un año de mierda como este no lo fue tanto porque ellos están y estuvieron conmigo.
Mientras, mi libreta se llenó de garabateos y corazones. Edilberto en abril no creía en el destino y en septiembre reformuló: “El destino existe y está escrito en Seinfeld”. Pintamos la sala, acomodamos cientos de libros, armamos repisas, leímos juntos, peleamos, nos gritamos, nos relajamos, nos desbocamos entre peleas y gemidos. Nos deseamos al mismo tiempo que deseábamos caminar juntos bajo la lluvia, aburrirnos en la calle, dormir mucho después de noches enteras sin dormir a causa del trabajo, del miedo, de las risas, del alcohol, de presentarnos tal y como somos ante el otro, desconocidos siempre que se están observando con los ojos abiertos de mucha paciencia y sinceridad. O eso creo. Amo a este hombre como jamás pensé que sería lo correcto amar. Y perdónenme usted este lapsus de heterocapitalismo normativo porque el feminismo no me lo perdona.
Nuestros silencios también están detallados en este cuaderno, en medio de un análisis sobre insultos y malas palabras que retomé de mi admirada Concepción Company, universales lingüísticos de comunidades de hablantes que tienen la necesidad cognitiva de ofender al otro y expresar sentimientos; ah, hermoso, hermoso leer que si el otro se ofende con las malas palabras es su problema porque a diferencia del insulto, que sí busca ofender y provocar, una grosería es una necesidad expresiva. Todo esto para justificar un “Pinche año de mierda”. Hasta ahora en diciembre me doy cuenta que ni necesitaba justificación, la filósofa Leonor Silvestri habla en Instagram sobre la reapropiación de la injuria y yo lo pienso como reapropiarme del término PUTA (a propósito de esto, anoté una cita de una trabajadora sexual: ¿Qué se siente que tu objeto de estudio haya devenido en sujeto político?) Hija de tu puta madre, me gritaron una vez, un insulto para ofenderme y provocar, obviamente, por lo que ahora lo reivindico porque ser puta no es ofensivo, como sí lo es el desempeño de los diputados del Congreso de la “Paridad” (vaya chingadera) de Aguascalientes o de Andrés Manuel López Obrador o de Hugo López-Gatell. No mames, un “hija de la 4T” sí que me haría levantarme de mi asiento y responder con un madrazo.
También leo que tuve dos descubrimientos literarios importantes: Dorothy Parker y Rubem Fonseca. Tuvo que morirse el último para acercarme a sus textos prohibidos por las buenas costumbres y la nueva moralidad.
Y también como todos los privilegiados clase medieros muertos de hambre que somos (no es una injuria, recuérdelo), me he sentado mucho frente a la computadora a gritarle al internet que es una mierda al mismo tiempo que guardé link tras link tras link de videos para escuchar a muchas mujeres, a todas las que pude, todo lo que tenían que decir y cómo lo decían. Para estar de acuerdo y disentir. Anoté una idea que rescaté de una de ellas: mantener el discurso de la genitalidad es peligroso y retoma la vieja idea de que ahí se concentra todo el placer y la sexualidad; este afán genitalista, incluso germen de la transfobia: el himen, el punto G, el clítoris, hacer énfasis en esta parte, niega a la mujer la experimentación de su cuerpo, ¿nunca han tenido un orgasmo de tanto que les han besado la espalda? Y así fue como desistí de mi antojo por un Satisfayer, tal vez después, aunque Edilberto diga que no será él quien compre su Skynet en su visión personal de Terminator.
Casi a finales del año, Siri Hustvet me hizo llorar con Un verano sin hombres, y al terminar arrojé el libro enojada, dice el cuaderno que digo. Igualita que Simone de Beauvoir. Bueno pues qué carajos, qué no son ellas las que me tienen que aclarar cómo amar sin arrojos, por qué chingados escriben sobre dolencias de señoras casadas.
Al final del año cuento el número de películas que vi sola, demasiadas. Este año no vi una sola película con mis hijos. Ellos, los que crecieron siendo mis compañeros de salas de cines. Star Wars y Breaking Bad nunca estuvieron mejor narrados que por su emoción. Solo estas ausencias desolan todo mi 2020.
El 2020 covidoso me dejó sin otros amigos, a uno le quitó el aliento, a otra la inundó de silencio. Conservo al más políticamente incorrecto de todos, y lo adoro. Trajo consigo a mujeres hermosas y brillantes. A todos nos quitó dinero, certidumbre, equilibrio, salud mental y física. Nos llenó de dudas. Hace falta más que una libreta para relatar la historia de cada uno de nosotros en un año histórico para la Humanidad que no terminará con las doce campanadas.
El 2021 se augura similar, más agresivo, con menos piedad. Que Dios nos agarre confesados, dice mi madre, más como una petición que como una frase hecha. Yo ya tengo una libreta nueva. Soy la misma desordenada de siempre.
@negramagallanes
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