jueves, 21 de enero de 2021

GORDA QUE TE QUIERO GORDA

 





Escribo para […] todas las excluidas

de la gran feria de las que están buenas.

Despentes



Una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada con la belleza de las mujeres. Está obsesionada con la obediencia de estas.
Naomi Wolf




¿Que qué he hecho durante la pandemia? Engordar. Es lo que respondí después de hacer una videollamada con quien no veía desde hace más de un año, mientras otros hacían pan yo me lo comía, respondí con enfado como si estuviera obligada a dar una explicación. Aún no descifro dónde está ese enfado en mí, en qué parte de mi cuerpo se aloja, si en mi mente o en mis rollitos traseros, porque he de decir que muy en mi interior me siento cómoda, no tengo una urgencia por deshacerme de este cuerpo más que cuando me enfrento a los otros y tengo que sumir la panza, tal parece para evitar ofenderlos. Es como si me viera obligada a quejarme de los kilos que subí para justificar mi aspecto y mi estar en el mundo.

Hablar del cuerpo gordo es una postura política, me acepto o no, me quiero o no, cómo veo a los gordos y me relaciono con ellos, es ver cuánta gordofobia tenemos interiorizada cuando en este momento específico de derechos humanos, de progresismo, se habla de aceptación y amor propio. Al menos en público. Aunque eso no ha evitado que los memes sobre gordos, antes y durante esta cuarentena, me hayan hecho escupir el café de risa, pero una hipócrita corrección política de mi parte me imposibilita hacer pública mi risa ante el temor de ser señalada de micro o macrofascismo corporal cuando la mera verdad es que me reí de muy buena gana.

Porque es cierto, la cultura en que vivimos desprecia a los gordos, lo acabamos de ver hace unos meses apenas con la campaña para fomentar la buena alimentación y una buena nutrición del gobierno de López Obrador que reproduce estereotipos y coloca a la obesidad meramente en relación con la comida, nada más falso, nada más gordofóbico, nada menos transformador de patrones culturales. Esa simbología que hay en los alimentos, en lo nutricional, en lo saludable, se volvió un discurso político y social discriminador, obsoleto y de nuevo gordofóbico.

Pero todavía hay en el mundo una categoría más discriminada respecto a la obesidad: las gordas. No ha llegado la revolución feminista que consuele, reivindique ya no solo a las gordas, sino a las corporalidades diferentes. Estar gordo merece un análisis desde y contra el capacitismo, qué pueden hacer o no las gordas, no trepan árboles, no corren un maratón, están enfermas, supuestamente incapacitadas para engendrar o se ponen en riesgo al parir, ellas ponen el mal ejemplo de lo que no se debe hacer, no comas eso, haz ejercicios, ponte a dieta, restringe tus deseos, contente, restringe, priva. Y mientras todo eso está en algún lado, cómo no iba a suceder que mi cuerpo transubstanciara en diosa si soy una fervorosa de lo mundano: comer, fornicar y dormir son mis 3 pecados capitales, lo que me llevó a no usar desde hace un año mi talla de ropa regular.

Comer otro pan con mantequilla, servirse un poco más de lasaña, dormir otra hora más, no hacer ejercicio, todo eso al mismo tiempo que vivo rodeada de la idealización de un cuerpo femenino delgado, atlético, domesticado, completamente disciplinado en sus comidas y sus horarios y bocaditos y sus cintas métricas y sus tallas y su rigor y sus portadas con vestidos voluptuosos que a mí se me verían como si me hubiera enredado en una cortina.

La verdad es que exagero. Exagero con intención porque no soy una gorda, no sé lo que es ser una gorda original, no crecí con el sobrepeso y el bombardeo familiar, escolar y televisivo, porque nunca he enfrentado lo que es pasar hambre semanas enteras para enfundarme en una faja y obligarme a entrar en un vestido de fiesta. Pero M, sí. Vi a M muchos años colocarse frente al espejo de frente o de perfil, pasar hambre y dolores de cabeza, vómitos y purgas, comer durante una semana entera única y exclusivamente sandía para el fin de semana usar la ropa que le gustaba para salir con alguien. La escuché hablar de abdominoplastías y de mil dietas y tipos de grasas, de sentirse fea y cachetona, tocarse los brazos gordos con repudio, concebirse inmensa, lejana a su cuerpo, necesitada de aceptación social y masculina, sobre todo, urgida por dejar de ser LA gorda.

Yo solo quería ser una buena compañera, si M no comía, yo tampoco. Si M se sentía mal y triste, yo también. Pero yo no era ella. Ni aún ahora sabré con unos cuantos kilos de más qué significa vivir con el estigma o la constante incomodidad por la carne que se sale de la ropa, la que se nota más, la que se oculta tras la desesperación y una faja ultra apretada. Ojalá nadie la sienta, ojalá existan corporalidades que nunca hayan pasado por una introspección que las haga repudiar sus carnes y sus formas.

Mientras, yo no comprendí nunca su molestia ante un fat pride y portadas de revista con mujeres robustas en traje de baño, mientras para mí eran reivindicadoras, ella las tachaba de hipócritas, quiero ver que en su cuarto, ellas solas se quieran entre tantos kilos, decía, mientras que luchaba por esconder la panza. Así que mi gordura, la de siempre, la de la cuarentena, la de la ansiedad, la del sedentarismo, la de comer más y más, no se compara con el volumen de aceptación u odio corporal que muchas padecen todos los días.

Pero no M, que tiene un formidable sentido del humor en la vida y como mecanismo de autodefensa. Porque ella es gorda pero no pendeja. Porque dios nos ha castigado con esta vida porque nos reíamos de chistes sobre gordos. Gorda que te quiero gorda. Porque se empeñó en ser la mejor en todo lo que hace para esconder la robustez de su cuerpo.

Ahí está la deuda. No hemos podido estar en el mundo sin resistencias y sin culpas por estar gordas a base de puro análisis de amor y paz y body positive y maternaje y palmaditas en el hombro y dietas y yoga y ejercicios, cuando en la intimidad, ellas y todas nos quedamos a solas con nuestro cuerpo, con nuestra postura individual y subjetiva, con nuestros deseos y rechazos. Hace unos meses por zoom escuché a una activista pro feminismo gordo antisistema hablar sobre el texto La cerda punk. Todo iba super en su análisis sobre la misoginia que despierta una mujer gorda, hasta el momento en el que le pidieron enviar una foto para el registro de la charla. Escogió una foto antigua donde su complexión era menos robusta, y lo dijo: te mando esa donde me veo menos gorda. No la juzgo, no puedo, yo hago lo mismo. Por eso entiendo a M cuando decía que basta quedarse a solas con una misma para encontrar el rechazo en alguna parte. Qué dispositivo opresor, cuál dinámica, nos mantiene a todas todavía hablando de nuestros cuerpos, sin que nos traicione el subconsciente. Flacas, gordas, viejas, discapacitadas, el análisis es más completo que sólo discurrir en amor propio, el riesgo político, económico, cultural y sexual de desobedecer los cánones de belleza nos mantiene sometidos. En estos tiempos de progresismo y vientos de cambio, ¿de qué hablamos cuando hablamos de nuestro cuerpo, de nuestra grasa, de nuestras lonjas?

Lo pregunto mientras ceno.



@negramagallanes




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