jueves, 21 de enero de 2021

HACERNOS DE LA BOCA CHIQUITA






Saqué de golpe la envoltura de uno de los chocolates, como una estriper que se deshace de su blusa

Pandora, Liliana V. Blum



¿Te vas a comer todo eso? Lo que sigue es hacerme de la boca chiquita. No entiendo por qué si de todas maneras nada ha hecho que tome la firme determinación de adelgazar. El médico lo dijo: tienes 14 kilos de más y no puedes entrar así a cirugía. Una ofensa para cualquiera, tanto como quien rebasa ese número o no llega a él. ¿Qué tanto es 14? Lo cierto es que ni esa cirugía ni todas las imágenes de superación personal, ni mi bicicleta estática que sirve a la perfección de tendedero en días de lluvia han hecho que ansíe bajar de peso. No es algo a lo que le ponga atención.

Eso me digo al mismo tiempo que observo cómo paulatinamente los botones de mi blusa sufren para mantenerse dentro del ojal.

Una vez busqué en YouTube videos de ejercicios, nomás. Otra, tomé licuados verdes, pero me gustaron, así que no valen, para adelgazar deben saber asqueroso, dijeron. Abandoné todo esto cuando me reencontré con alguien que dio un apretoncito a mis brazos anchos y me dijo: como que estás más repuestita, a lo que no supe qué contestar, pero se me vino a la mente el caudal de veces que me digo: no importa, Tania, pero si eres una chulada así.

Lo mismo he visto que les pasa a algunas de mis mujeres cercanas. Nos hemos dado a la tarea de pensar dos cosas: debo imperiosamente adelgazar o debe dejar de importarme mi peso. Nos he visto compartir artículos y fotografías de mujeres obesas que sin temor alguno se muestran como son para campañas que reafirman la más completa aceptación del cuerpo y la visibilización de la condición de gordura.

Y lo escribo así porque basta de eufemismos. Así como se han empeñado en decirnos putas como ofensa, también lo hacen con gordas y obesas, por lo que nos inventamos expresiones políticamente aceptables que terminan siendo un peor insulto: gordita, rellenita, gordibuena, chonchis, hasta llegar al otro lado con el fofa o panzona. Las putas se nombran putas porque mujeres de la vida galante, prostis o rameras les queda corto, la resignificación de la palabra les da dignidad.

Entonces, compartimos las fotos y las campañas, y cuando se nos olvida la valentía que vemos en las otras, subimos una foto nuestra donde no nos veamos “tan” pasadas de peso o hashtagueamos #aquíenelgimnasio #vidasaludable. No creo que sea hipocresía. A pesar de señalar que lo importante es lo de adentro sin ver el estuche, buscamos la oportunidad de redimirnos y sentirnos a gusto con nosotras.

Tan a gusto como nos lo permiten.

El desprecio que le tenemos a nuestras lonjas, a esos rollitos y a las estrías en nuestra carne nos lleva a hacer un sinfín de cosas para eliminarlas. La representación de las mujeres en películas y novelas se basan en su mayoría en el mismo estereotipo: las buenas y lindas son delgadas y firmes, como un sinónimo de comida vegetariana, ensaladas, cero calorías, dietas, nutriólogos, entrenadores. Las gordas son las villanas, como Úrsula en La sirenita, las que son graciosas pero lindas, como una gorda Gwyneth Paltrow en Amor ciego, o la sufrida Gabourey Sidibe en Precious, humillada también en la vida real por su sobrepeso. Ninguna de estas tres podría simbolizar la seducción para el espectador. Triste. La que más se acerca es la cantante Adele, con decenas de notas en la prensa sobre cómo ha bajado de peso, ilustrando el antes y el después hasta la saciedad y el morbo.

Cuando los medios nos bombardean con publicidad fitness, nos participa de una violencia que al mismo tiempo nos invita a ansiar eso, la delgadez como símbolo de belleza y de salud. Es nuestro cuerpo contra el que se ejerce un violentísimo poder, los otros, los flacos, los hombres, las instituciones, al exigirnos buenas formas, sensualidad a modo, a no tener cabida en una concepción retorcida del mundo mientras tengamos kilos de más. Una violencia que viene también desde los sistemas económico y político, subjetiva y simbólica que se encaja en el lenguaje y provoca relaciones de dominación social que se reproduce en estos discursos habituales: bájale a los tamales, ¿no?, la imposición de cierto universo de sentido: los patrones de belleza.

Es la dualidad para nosotras, rubias o negras, delgadas o gordas, buenas o malas. Soy la gorda que pedirá el bote grande de palomitas y los nachos en el cine, ante la mirada de asco de los otros, o soy la gorda que no querrá comer nada para evitar esa mirada que va del asco a la lástima. Pobrecita, no quiso pedir nada. Sobrepeso y soledad. ¿Cuántas veces hemos pasado el tiempo apretando nuestras carnes? Pero claro que muchas de nosotras podemos ejercer el privilegio de lidiar con nuestro peso, de decir me vale, de reflexionar, de al final querer inscribirse en un gimnasio por nosotras mismas y nuestra salud, pero no. En un ejercicio de interseccionalidad también debemos saber que hay mujeres que no pueden, que aceptan la norma, que la desean para el otro, que la buscan incansablemente hasta la infelicidad y la muerte. La bulimia y la anorexia no son problemas pasados de moda. Las presiones culturales y sociales nos afectan más que a cualquiera y en todos los ámbitos. Ninguna mujer quiere ser la ballena de la familia. Dice Foucault que “las redes del poder pasan hoy por la salud y el cuerpo. Antes pasaban por el alma. Ahora por el cuerpo”.


Pandora es una novela exquisita y deliciosa. Las virtudes literarias y narrativas de Liliana V. Blum, cuentan cómo Pandora, una gorda de 120 kilos y 30 años, acepta que la traten mal por eso, por gorda. Sus disertaciones en torno a la alimentación y la gordura muestran la concepción de este universo: “Es una enfermedad, como si viviéramos en un mundo de castas y la de los gordos fuera la más baja. Más baja que la de los discapacitados, los deformes, los retrasados, los feos. Porque se da por hecho que nuestra condición es electiva: estamos así porque queremos. O porque nos falta voluntad, ganas de cambiar. Podríamos evitarlo, si tan solo no fuéramos una masa amorfa de grasa y pereza. Por eso las bromas crueles, el desdén, las burla, el rechazo social”.

Nuestro cuerpo, arma de defensa, instrumento de poder, contenedor de nuestro espíritu, lenguaje de provocación, de movimientos, gestos y posturas, pareciera que solo habla y dice todo al menear la cadera; no hay nada como una cinturita de avispa, decía sin cesar el esposo mientras veía comer a su mujer. Hay muchas formas de lastimarnos.

Quien piense esto como una oda a la obesidad no ha entendido nada. La exigencia en la salud femenina es integral y el Estado también se debe encargar de esto. Lo que no ve es que la violencia contra nosotras va desde la obstetricia, la ginecológica, la reproductiva y sexual, en suma, violencia institucional, y que todas estas repercuten en nuestros cuerpos y mentes. Las discrepancias solo afloran cuando se trata de calcular las consecuencias sicológicas y sociales que en materia de difusión, enuncian las tácticas y las políticas que se aplican. Por ejemplo, Prevenimss con su campaña contra la obesidad femenina, que junto con las recomendaciones para combatir los riesgos del sobrepeso, diabetes, entre otros, ilustran la página con una silueta de mujer esbelta y bien torneada, de vientre plano y senos firmes y puntiagudos, para no perder la costumbre de ligarnos a esto de la discriminación institucional, que no habla ni sabe, acaso, de la multiplicidad de cuerpos y de formas, pero que sostiene el ideario común, ese al que nos hacen querer aspirar. La salud y una cirugía me obligan a bajar mínimo 5 kilos, pero eso no impidió al médico decirme todos los beneficios de la delgadez, entre ellos, encontrar marido.

“En la historia de la humanidad siempre ha habido quien muere de hambre y quienes se rellenan la boca para rebozar. Es una pena: a nadie le importa el estatus del estómago ajeno. La relación comida-mujer es complicada. Los hombres comen para saciarse y listo. Las mujeres sueñan preparar la comida, la rechazan, la desean, la odian, la engullen, la vomitan, la añoran. Pasan todo el día pensando en aquello que no se comerán por temor a subir de peso.” Pandora pensó esto, lo sabía, lo comprendía como nosotras en un ejercicio de aceptación, y sin embargo el final llegó para ella con esa idea del amor romántico y la entrega total hacia el otro.

¿Cómo la sociedad nos percibe gordas? ¿Qué es estar gorda? ¿Cómo no percibimos nosotras? ¿Cuál es su naturaleza represiva? ¿Cómo interiorizamos esto a partir de los medios, la violencia, los insultos? ¿Nos verbalizamos gordas?

No nos hagamos de la boca chiquita. La frustración se vuelve el peor de todos nuestros males en ambos sentidos, no nos deja tener libertad de elección, si ir al gimnasio, si dejar de comer, si sentarnos sin culpas a admirar nuestras “curvas cremosas y suaves, en pechos claros como pudin de vainilla y pezones color chocolate” (V. Blum dixit).

Mientras, seguimos siendo un riesgo económico, cultural, político y hasta sexual si desobedecemos los cánones de belleza y lo que quieren los otros. Me gusta. Como me gusta el riesgo al que se enfrentan mis botones frente al ojal, como una estriper que se deshace de su blusa.





@negramagallanes

Publicado originalmente el 20 de junio del 2017 en LJA.







GORDA QUE TE QUIERO GORDA

 





Escribo para […] todas las excluidas

de la gran feria de las que están buenas.

Despentes



Una cultura obsesionada con la delgadez femenina no está obsesionada con la belleza de las mujeres. Está obsesionada con la obediencia de estas.
Naomi Wolf




¿Que qué he hecho durante la pandemia? Engordar. Es lo que respondí después de hacer una videollamada con quien no veía desde hace más de un año, mientras otros hacían pan yo me lo comía, respondí con enfado como si estuviera obligada a dar una explicación. Aún no descifro dónde está ese enfado en mí, en qué parte de mi cuerpo se aloja, si en mi mente o en mis rollitos traseros, porque he de decir que muy en mi interior me siento cómoda, no tengo una urgencia por deshacerme de este cuerpo más que cuando me enfrento a los otros y tengo que sumir la panza, tal parece para evitar ofenderlos. Es como si me viera obligada a quejarme de los kilos que subí para justificar mi aspecto y mi estar en el mundo.

Hablar del cuerpo gordo es una postura política, me acepto o no, me quiero o no, cómo veo a los gordos y me relaciono con ellos, es ver cuánta gordofobia tenemos interiorizada cuando en este momento específico de derechos humanos, de progresismo, se habla de aceptación y amor propio. Al menos en público. Aunque eso no ha evitado que los memes sobre gordos, antes y durante esta cuarentena, me hayan hecho escupir el café de risa, pero una hipócrita corrección política de mi parte me imposibilita hacer pública mi risa ante el temor de ser señalada de micro o macrofascismo corporal cuando la mera verdad es que me reí de muy buena gana.

Porque es cierto, la cultura en que vivimos desprecia a los gordos, lo acabamos de ver hace unos meses apenas con la campaña para fomentar la buena alimentación y una buena nutrición del gobierno de López Obrador que reproduce estereotipos y coloca a la obesidad meramente en relación con la comida, nada más falso, nada más gordofóbico, nada menos transformador de patrones culturales. Esa simbología que hay en los alimentos, en lo nutricional, en lo saludable, se volvió un discurso político y social discriminador, obsoleto y de nuevo gordofóbico.

Pero todavía hay en el mundo una categoría más discriminada respecto a la obesidad: las gordas. No ha llegado la revolución feminista que consuele, reivindique ya no solo a las gordas, sino a las corporalidades diferentes. Estar gordo merece un análisis desde y contra el capacitismo, qué pueden hacer o no las gordas, no trepan árboles, no corren un maratón, están enfermas, supuestamente incapacitadas para engendrar o se ponen en riesgo al parir, ellas ponen el mal ejemplo de lo que no se debe hacer, no comas eso, haz ejercicios, ponte a dieta, restringe tus deseos, contente, restringe, priva. Y mientras todo eso está en algún lado, cómo no iba a suceder que mi cuerpo transubstanciara en diosa si soy una fervorosa de lo mundano: comer, fornicar y dormir son mis 3 pecados capitales, lo que me llevó a no usar desde hace un año mi talla de ropa regular.

Comer otro pan con mantequilla, servirse un poco más de lasaña, dormir otra hora más, no hacer ejercicio, todo eso al mismo tiempo que vivo rodeada de la idealización de un cuerpo femenino delgado, atlético, domesticado, completamente disciplinado en sus comidas y sus horarios y bocaditos y sus cintas métricas y sus tallas y su rigor y sus portadas con vestidos voluptuosos que a mí se me verían como si me hubiera enredado en una cortina.

La verdad es que exagero. Exagero con intención porque no soy una gorda, no sé lo que es ser una gorda original, no crecí con el sobrepeso y el bombardeo familiar, escolar y televisivo, porque nunca he enfrentado lo que es pasar hambre semanas enteras para enfundarme en una faja y obligarme a entrar en un vestido de fiesta. Pero M, sí. Vi a M muchos años colocarse frente al espejo de frente o de perfil, pasar hambre y dolores de cabeza, vómitos y purgas, comer durante una semana entera única y exclusivamente sandía para el fin de semana usar la ropa que le gustaba para salir con alguien. La escuché hablar de abdominoplastías y de mil dietas y tipos de grasas, de sentirse fea y cachetona, tocarse los brazos gordos con repudio, concebirse inmensa, lejana a su cuerpo, necesitada de aceptación social y masculina, sobre todo, urgida por dejar de ser LA gorda.

Yo solo quería ser una buena compañera, si M no comía, yo tampoco. Si M se sentía mal y triste, yo también. Pero yo no era ella. Ni aún ahora sabré con unos cuantos kilos de más qué significa vivir con el estigma o la constante incomodidad por la carne que se sale de la ropa, la que se nota más, la que se oculta tras la desesperación y una faja ultra apretada. Ojalá nadie la sienta, ojalá existan corporalidades que nunca hayan pasado por una introspección que las haga repudiar sus carnes y sus formas.

Mientras, yo no comprendí nunca su molestia ante un fat pride y portadas de revista con mujeres robustas en traje de baño, mientras para mí eran reivindicadoras, ella las tachaba de hipócritas, quiero ver que en su cuarto, ellas solas se quieran entre tantos kilos, decía, mientras que luchaba por esconder la panza. Así que mi gordura, la de siempre, la de la cuarentena, la de la ansiedad, la del sedentarismo, la de comer más y más, no se compara con el volumen de aceptación u odio corporal que muchas padecen todos los días.

Pero no M, que tiene un formidable sentido del humor en la vida y como mecanismo de autodefensa. Porque ella es gorda pero no pendeja. Porque dios nos ha castigado con esta vida porque nos reíamos de chistes sobre gordos. Gorda que te quiero gorda. Porque se empeñó en ser la mejor en todo lo que hace para esconder la robustez de su cuerpo.

Ahí está la deuda. No hemos podido estar en el mundo sin resistencias y sin culpas por estar gordas a base de puro análisis de amor y paz y body positive y maternaje y palmaditas en el hombro y dietas y yoga y ejercicios, cuando en la intimidad, ellas y todas nos quedamos a solas con nuestro cuerpo, con nuestra postura individual y subjetiva, con nuestros deseos y rechazos. Hace unos meses por zoom escuché a una activista pro feminismo gordo antisistema hablar sobre el texto La cerda punk. Todo iba super en su análisis sobre la misoginia que despierta una mujer gorda, hasta el momento en el que le pidieron enviar una foto para el registro de la charla. Escogió una foto antigua donde su complexión era menos robusta, y lo dijo: te mando esa donde me veo menos gorda. No la juzgo, no puedo, yo hago lo mismo. Por eso entiendo a M cuando decía que basta quedarse a solas con una misma para encontrar el rechazo en alguna parte. Qué dispositivo opresor, cuál dinámica, nos mantiene a todas todavía hablando de nuestros cuerpos, sin que nos traicione el subconsciente. Flacas, gordas, viejas, discapacitadas, el análisis es más completo que sólo discurrir en amor propio, el riesgo político, económico, cultural y sexual de desobedecer los cánones de belleza nos mantiene sometidos. En estos tiempos de progresismo y vientos de cambio, ¿de qué hablamos cuando hablamos de nuestro cuerpo, de nuestra grasa, de nuestras lonjas?

Lo pregunto mientras ceno.



@negramagallanes




POR UNA NUEVA EDUCACIÓN SENTIMENTAL







Todo está por construir. Deberás construir la lengua que habitarás y deberás encontrar los antepasados que te hagan más libre. Deberás edificar la casa donde ya no vivirás sola. Y deberás escribir la nueva educación sentimental mediante la que amarás de nuevo. Y todo esto lo harás contra la hostilidad general, porque quienes despiertan son la pesadilla de quienes aún duermen.

Tiqqun





El amor romántico mata. Esa es la premisa que hemos utilizado para abanderar una guerra en su contra. En este mundo binario no importa nuestro género ni nuestra identidad ni la desterritorialización del sexo y del cuerpo cuando deseamos -¿por qué deseamos como deseamos?-, compartir el amor con alguien, esa ha sido una de las más grandes banderas de la comunidad LGBT+, obtener el matrimonio igualitario para compartir con los otrxs todos los derechos. Y la cama. Y el amor. Pero el amor romántico mata seas quien seas. Nos mata despacio, nos apaga la chispa, las ganas de compartir, el deseo, la experiencia amatoria se desgasta en desamor, desconfianzas, celos, maltratos, manipulaciones, conveniencias, violencias, hasta lo último. Nos destruye.

¿Y qué es el amor romántico? Lo hemos explicado con juglares y trovadores, con su nacimiento en el medioevo, con el poder cultural, con las contribuciones genéticas en la conducta. Populares coaches de vida hablan de la dependencia al otro como si eso tuviera que ver con el amor y con un “déjalo, tú puedes, ten amor propio” creen que es suficiente, algunos otros, con su clasismo en esplendor, se atreven a decir que sufrir por amor es burgués y venden remedios en memes a base de clichés; lo volvimos una carta de amor, una flor, un regalo, un comercial de televisión, lo disfrazan de feminismo para hablar de las opresiones que nos mantienen como víctimas perpetuas, el amor violenta, el amor tóxico, el amiga, date cuenta, cuando la clase y la raza son más destructoras que el destructor amor. 

Nada ha funcionado para llevarlo a la práctica. Todos amamos a alguien, todos queremos ser amados.

Y como está ahí, love is in the air, seguimos pensando al amor y lo convertimos en el desconsiderado poliamor, le pusimos etiquetas de relación sexo-afectiva, lo volcamos a exigencias banales como que si no te contesta el teléfono no te quiere, lo volvimos a romantizar en un simplista amor propio que no acepta la soledad ni el autoconocimiento porque ese amor propio es “prepararse” porque seguimos esperando en lo más profundo a que llegue el “indicado”.

Hasta se ha prohibido el amor y se prefiere a los gatos. Lo hemos moralizado, lo viciamos, lo hicimos religión.

¿Encontraremos una nueva manera de pensar al amor, de enfrentarnos al otro sin que nuestras viejas construcciones nos arrastren? No lo sé.

Con todo ese vicio a su alrededor, lo que sí sé es que el amor no puede ser erradicado. Navegaremos con rumbo desconocido cada vez que sintamos nuevas mariposas en el estómago o el bombeo del corazón, una bella metáfora sobre el centro de nuestro ser, y volveremos a apostar todo en su nombre. Muchas veces hasta la dignidad.

O bien podemos negarnos una y otra vez la oportunidad de las mariposas y comprar gatos. San Se Acabó.

O tal vez, cuando tengamos ganas de amor, propio y ajeno, podríamos pensar primero en cómo nuestro cuerpo se somete a una condición para permanecer en el mundo, en el mundo también de los afectos, lo que nos afecta y nuestra capacidad de ser afectados por otros cuerpos con los términos que ya conocemos como pasiones y emociones del alma: la alegría, la tristeza, la envidia, la ira, el odio, el amor. Porque como no podemos separar esas pasiones y emociones del cuerpo, entonces, pensemos en las pasiones que disminuyen o aumentan nuestras potencias. Lo escribe Spinoza y seguro lo estoy glosando equivocadamente. En su Ética, Spinoza nos ofrece un nuevo sentido de libertad, pero a partir de esas potencias, entender qué es lo que queremos, en primer lugar, qué pasiones nos hacen crecer, o no. Con eso bien podríamos dejar de patologizar y criminalizar en nombre del amor: estás loca, el amor romántico mata el alma y el cuerpo. Para otro día dejemos los feminicidios, hoy hablemos de lo que construye o destruye el alma.

Entonces, ¿qué es bueno para mi alma, qué me estimula e impulsa, qué me da emociones alegres, con qué tengo afinidad? Esa es la propuesta para pensar de Spinoza. Usar los placeres para que potencialicen los “sentimientos más profundos de cariño”, y cuando llegue la tristeza o el dolor, también desde la ética dejemos esas afectaciones y emprendamos otro camino con decisión. Eso también es parte de vivir el amor. Decir adiós es crecer, dicen.

Porque seguir esta demonización del amor no sirve, no ha servido ni servirá. Si una necesidad simplista y básica de mi ser es dormir acurrucada, resistirme al amor y a esa compañía sólo me orillará a pasar noches vacías antes que pensar en el gozo y el placer por sí mismo, porque también de manera simplista albergaré la esperanza de que el acurrucarme se convierta en amor, cuando no se trata de eso sino de descubrir el catalizador de las pasiones alegres donde los cuerpos sean gestionados por una misma o por el otro. Sí se puede, sí deberíamos intentarlo, sí sin sentimentalismos ni exigencias ni violencias.

Pero yo solo aquí estoy tratando de pensar eso que llamamos amor otra vez porque ningún chile me embona, no me convencen los análisis básicos que mencioné allá arriba, los análisis científicos no me dan calorcito y pensar el amor desde el feminismo se ha vuelto más complicado que leer a Spinoza. Debe haber alguna forma de subversión de la norma, algún tipo de anarquismo que resista al autoritarismo del amor y del desamor, porque el desamor también es autoritario. En este mundo dicotómico, el amado y el amante cambian de bando constantemente, el amor también es poder. A lo mejor desde ahí podemos descubrir el detonante de lo que nos gusta, lo que necesitamos, queremos, pulsamos, resistimos. Y decidir con resistencia. Las concepciones añejas de familia y hogar no nos han protegido en comunidad y a lo mejor también eso nos falta, crear vínculos afectivos que se salgan de la ecuación de “pareja” y hacer comunidad. Y que no se confunda esto con volver de nuevo al amor promiscuidad, tampoco ha funcionado. A mí no. Al final, cualquier final debería, finalmente, tener un final feliz. Esa sería también una potencia alegre.

De alguna u otra forma tenemos que seguir pensando el amor. Deberemos escribir la nueva educación sentimental mediante la que amaremos de nuevo, gloso a Tiqqun y regreso al inicio, a seguir pensando cómo.



@negramagallanes



martes, 12 de enero de 2021

Del sujeto político del feminismo

 




Le temo a los deseos de exterminio en


pos de lo que está bien y lo que está mal.


Leonor Silvestri



El sujeto político del feminismo son las mujeres, se afirma, sin embargo, el sujeto político del feminismo debería ser la ciudadanía. Esto lo escribe la filósofa feminista Loola Pérez y sé que de entrada es difícil pensarlo por el simple hecho de que las mujeres siempre hemos estado a un lado, casi al borde del precipicio, y ahora queremos ser las protagonistas de la Historia, reivindicar nuestros sufrimientos y placeres, anteponer nuestro ser y estar. Lo malo de pensar solo en nosotras es que no vivimos en una isla. En la cotidianidad, el grueso de las mujeres tiene que convivir con los otros, así que obliga pensarnos en relación con esos otros a partir de ellos mismos.
Hace unos meses vi El último baile, la serie de Netflix que documenta algunos aspectos de la carrera deportiva de Michael Jordan que lo han llevado a ser considerado una leyenda, y yo fui una niña a la que le encantaba el basquetbol y que era fan del 23 de los Chicago Bulls. Disfruté ver a todo un personaje, y en algún momento vinieron a mi cabeza dos monedas de colección con la figura de Jordan de un lado y del otro el logotipo de los Chicago Bulls que tuve entre mis manos por ahí de finales de siglo. 
El hombre que se dice padre de mis hijos [que para fines prácticos llamaremos Equis] tenía solo un año más que yo cuando nos escapamos de casa.
A través de esas dos monedas recordé que Equis también era admirador de Jordan. Yo tenía 15 años cuando tuve a mi primer hijo, Equis tenía 16, por lo que para esos niños, adolescentes primeros que éramos, tener responsabilidades era entrar a una dimensión desconocida. Un día, Equis no compró el bote de leche NAN1 por llevar a enmarcar esas dos monedas que para él eran un tesoro. Esas y un juego de cartas con las poses más destacadas del basquetbolista eran las únicas propiedades que teníamos, lo único que podíamos presumir como nuestro. Pasamos muchas carencias, económicas, emocionales y afectivas, y como era de esperarse lo nuestro fracasó rotundamente. Equis tenía romances con las vecinas, con las lejanas, con las amigas de su hermana, con toda chica que le cruzara por enfrente, a la vez de ser un desobligado que se conformaba con trabajar dos días de la semana para cumplir con pañales, leche y alguna que otra golosina, y descansar los 5 días restantes. Por supuesto que también hubo violencia física y gritos y desesperación. No conforme con eso, se comportó como se comporta el 99 por ciento de los hombres una vez separados, creyó que 200 pesos a la semana bastaban para mantener a dos bebés, y después de amenazarme con hacer un desmadre si lo demandaba con la pensión alimenticia, dejó de ver a mis hijos con tal de no enfrentarme ni dar la explicación de siempre: no tengo dinero. Después de eso se limitó a poblar medio Aguascalientes. Se necesita una base de datos del Inegi sólo para medir las condiciones en que dejó a la población él solito.
Si lo cuento así ahora, entre risas, es porque Equis no merece ninguna consideración mía, y esto más que una venganza por evidenciar su maltrato, es uno de los múltiples casos de estudio sobre violencia intrafamiliar en Aguascalientes, mi historia no es más que la de cualquier mujer o chiquilla en mis pasadas condiciones, es la verdad. Y mientras veía la serie sobre Jordan, solo pensaba en Equis, en esos primeros años a su lado, en la miseria en que vivíamos. Y en sus propias condiciones. 
No lo disculpo, se trata de un hombre promedio. Un chamaco que venía de una familia que careció de figura materna. Equis fue un niño que creció escuchando de los vecinos decir que su madre era una puta, que aprendió a pasar los días solo porque su padre tenía que trabajar para que él y sus hermanos comieran y estudiaran; se hizo amigo de la calle y se volvió, sino el líder de su grupo, el que organizaba la fiesta la mayor parte del día. Y a los 16 años intentó hacerse cargo de un bebé. Un adolescente que quería bailar y tener novias ahora tenía que volverse el proveedor, como se mandaba, de su nueva familia sin herramientas intelectuales ni emocionales para enfrentarse a eso. No lo disculpo, nunca lo haré, tuvo la oportunidad de elegir ser otra clase de persona y no lo hizo. Sin embargo, cómo juzgo ahora a un chiquillo que veía en dos monedas de colección con el rostro de su ídolo todo el tesoro que nunca había tenido, e ilusionado, prefirió gastar todo lo que traía en el bolsillo para colocarlas en un marquito, antes que cumplir con la responsabilidad de alimentar a un niño y comprar una lata de leche NAN1.
Todo esto pensaba mientras veía la serie, espectacular, pero que me retorció el corazón y la memoria al recordar escenas que había tratado de olvidar de mi vida, pasajes de mí con mis hijos en brazos, y sobre todo, me hizo voltear a verlo a él, a Equis, como nunca lo había visto. “La comprensión no tiene nada que ver con el perdón cristiano”, dice Hannah Arendt. 
Así que continúo con la idea de Pérez, ¿por qué no habríamos de pensar en los otros, en sus realidades y contextos? Que el sujeto del feminismo sean las mujeres en estos tiempos ya no es funcional porque las mujeres están cambiando en mayor o menor medida, somos otras, incluso las que menos tienen, y esa idea sólo abona a mantener un patrón obsoleto que nos coloca todavía, siempre, como víctimas perpetuas de nuestros opresores, lo que no explica para nada lo complejo que es la relación entre hombres y mujeres, así en binario, sean jefes, compañeros, padres, hermanos o amantes, y el lugar que nosotras ocupamos. Nadie puede justificar las chingaderas que cometen, eso es claro. Como Jordan, ahora sometido a juicio social por tener actitudes que ya no están permitidas y que dejó ver en la serie:“¿te tengo que gritar todo el día para que juegues bien!”, le reclama a Scotty Pippen, a todos, para obligarlos a dar lo mejor de sí, exigente, rudo, autoritario, con gritos impensables en la actualidad. Ya no somos los mismos de hace 30 años y por eso mismo habríamos de replantearnos y pensar al sujeto político del feminismo.
También escribe Loola Pérez: “El feminismo es un movimiento y una filosofía transformadoras para todas las personas”. Y yo lo creo.




@negramagallanes

PERSONALÍSIMO 2020


 


Quería todo, especialmente lo imposible, como todos los enamorados, 


pero de entre todas las cosas él prefería sobre todo a las palabras.


Háblame, me pedía, como si de mi boca se desprendiera un abracadabra perfecto.


Ningún reloj cuenta esto. Cristina Rivera Garza


No puede haber dudas porque las dudas generan caos y autodestrucción.

The Gentleman. Guy Ritchie



Decidida a disciplinarme, en enero del 2020 tomé una libreta para anotar todo lo que hiciera, leyera, escuchara y viera, con el fin de dejar un registro de lo que hice, leí, escuché, o no, este año. Soy un caos. No se trata de ropa tirada o cama destendida, tengo un caos en mi cabeza, uno, dos, tres caos, si es que se puede cuantificar. Pretendí ordenar mis ideas e intereses en un cuaderno, como quien tiene una agenda abierta que no se ciñe a días ni semanas. Por supuesto que no funcionó como yo quería, pero al menos no dejé de escribir, hacer dibujitos, indicios que ayudaran en este desorden al recuerdo y al porqué. Mi pretensión era poder repasar al final del año lo que el teflón no permitió que se adhiriera en mi memoria, así que al menos en eso cumplí.

Como todos, nunca imaginé una pandemia y cuando llegó para quedarse decidí que nada escribiría al respecto, tal vez para aferrarme a que no estaba pasando, pero la pandemia se ve, zurcida con hilo invisible, en mi imposibilidad de leer, de concentrarme, de recurrir insistente a las letras desesperadas. A la soledad, al miedo y a la incertidumbre.
A inicio de año, según el registro de mis letras, porque yo no recordaba nada de eso hasta este repaso, ya estaba escrita la incertidumbre. De todo dudaba tanto como de mí misma. Leo una nota donde le reclamo a Simone de Beauvoir por qué en La mujer rota no narró sobre el amor y la libertad, antes que replicar los celos y los problemas de mujer casada que no me dan certezas como para continuar pensando en el amor libre, y me río de mí misma en este momento.
Escribo esto con todo el daño emocional que ha dejado a la humanidad la incertidumbre. Han sido meses en los que no bastó la fuerza de voluntad ni la empatía para salir adelante. La incertidumbre económica, de la vida, del bienestar ha ido creciendo como esas heridas que no sanan porque no han sido tratadas con una buena cura. Era obvio que al inicio de la pandemia mi preferencia en películas y lecturas fuera de naturaleza ligera y simplona, me urgía atender esa necesidad inmediata de confort. No estaba sola. Edilberto, mi compañero y mi cielo, trataba, lo hace aún, de aligerar mi desasosiego con sus palabras, sus ojos, sus comidas y postres. Por su culpa aumenté más de 10 kilos, con sus tantos dulces besos repartidos, como canta Shakira. A alguien tiene una que echarle la culpa de sus decisiones.
Sin embargo, con su perdón, sé que la relación más sólida que tuve este año fue con mi madre y mi padre. Después de muchos años de estar distanciados a pesar de vivir juntos, este 2020 pandémico me dio la oportunidad de conocerlos y escucharlos como nunca antes lo había hecho. A través del teléfono, mi madre me cuenta la telenovela un día, para luego otra noche hablarme de sus dolores, de su amor, su ser femenino que nadie conoce, de confiarme lo que nunca había contado y hasta atreverse a llorar conmigo sus desasosiegos entre llamadas a todas horas en las que me cuenta su cotidiano andar por la casa que por ningún motivo debe abandonar y que la tiene aburrida. Con mi padre he afianzado un amor y una amistad que me deja descubrir que es un hombre que sueña, que ama, que extraña y que siente a los suyos como nunca antes en mis casi 40 años de vida pensé que lo hiciera. Esto bastaría para entender que un año de mierda como este no lo fue tanto porque ellos están y estuvieron conmigo.
Mientras, mi libreta se llenó de garabateos y corazones. Edilberto en abril no creía en el destino y en septiembre reformuló: “El destino existe y está escrito en Seinfeld”. Pintamos la sala, acomodamos cientos de libros, armamos repisas, leímos juntos, peleamos, nos gritamos, nos relajamos, nos desbocamos entre peleas y gemidos. Nos deseamos al mismo tiempo que deseábamos caminar juntos bajo la lluvia, aburrirnos en la calle, dormir mucho después de noches enteras sin dormir a causa del trabajo, del miedo, de las risas, del alcohol, de presentarnos tal y como somos ante el otro, desconocidos siempre que se están observando con los ojos abiertos de mucha paciencia y sinceridad. O eso creo. Amo a este hombre como jamás pensé que sería lo correcto amar. Y perdónenme usted este lapsus de heterocapitalismo normativo porque el feminismo no me lo perdona.
Nuestros silencios también están detallados en este cuaderno, en medio de un análisis sobre insultos y malas palabras que retomé de mi admirada Concepción Company, universales lingüísticos de comunidades de hablantes que tienen la necesidad cognitiva de ofender al otro y expresar sentimientos; ah, hermoso, hermoso leer que si el otro se ofende con las malas palabras es su problema porque a diferencia del insulto, que sí busca ofender y provocar, una grosería es una necesidad expresiva. Todo esto para justificar un “Pinche año de mierda”. Hasta ahora en diciembre me doy cuenta que ni necesitaba justificación, la filósofa Leonor Silvestri habla en Instagram sobre la reapropiación de la injuria y yo lo pienso como reapropiarme del término PUTA (a propósito de esto, anoté una cita de una trabajadora sexual: ¿Qué se siente que tu objeto de estudio haya devenido en sujeto político?) Hija de tu puta madre, me gritaron una vez, un insulto para ofenderme y provocar, obviamente, por lo que ahora lo reivindico porque ser puta no es ofensivo, como sí lo es el desempeño de los diputados del Congreso de la “Paridad” (vaya chingadera) de Aguascalientes o de Andrés Manuel López Obrador o de Hugo López-Gatell. No mames, un “hija de la 4T” sí que me haría levantarme de mi asiento y responder con un madrazo.
También leo que tuve dos descubrimientos literarios importantes: Dorothy Parker y Rubem Fonseca. Tuvo que morirse el último para acercarme a sus textos prohibidos por las buenas costumbres y la nueva moralidad.
Y también como todos los privilegiados clase medieros muertos de hambre que somos (no es una injuria, recuérdelo), me he sentado mucho frente a la computadora a gritarle al internet que es una mierda al mismo tiempo que guardé link tras link tras link de videos para escuchar a muchas mujeres, a todas las que pude, todo lo que tenían que decir y cómo lo decían. Para estar de acuerdo y disentir. Anoté una idea que rescaté de una de ellas: mantener el discurso de la genitalidad es peligroso y retoma la vieja idea de que ahí se concentra todo el placer y la sexualidad; este afán genitalista, incluso germen de la transfobia: el himen, el punto G, el clítoris, hacer énfasis en esta parte, niega a la mujer la experimentación de su cuerpo, ¿nunca han tenido un orgasmo de tanto que les han besado la espalda? Y así fue como desistí de mi antojo por un Satisfayer, tal vez después, aunque Edilberto diga que no será él quien compre su Skynet en su visión personal de Terminator.
Casi a finales del año, Siri Hustvet me hizo llorar con Un verano sin hombres, y al terminar arrojé el libro enojada, dice el cuaderno que digo. Igualita que Simone de Beauvoir. Bueno pues qué carajos, qué no son ellas las que me tienen que aclarar cómo amar sin arrojos, por qué chingados escriben sobre dolencias de señoras casadas.
Al final del año cuento el número de películas que vi sola, demasiadas. Este año no vi una sola película con mis hijos. Ellos, los que crecieron siendo mis compañeros de salas de cines. Star Wars y Breaking Bad nunca estuvieron mejor narrados que por su emoción. Solo estas ausencias desolan todo mi 2020.
El 2020 covidoso me dejó sin otros amigos, a uno le quitó el aliento, a otra la inundó de silencio. Conservo al más políticamente incorrecto de todos, y lo adoro. Trajo consigo a mujeres hermosas y brillantes. A todos nos quitó dinero, certidumbre, equilibrio, salud mental y física. Nos llenó de dudas. Hace falta más que una libreta para relatar la historia de cada uno de nosotros en un año histórico para la Humanidad que no terminará con las doce campanadas.
El 2021 se augura similar, más agresivo, con menos piedad. Que Dios nos agarre confesados, dice mi madre, más como una petición que como una frase hecha. Yo ya tengo una libreta nueva. Soy la misma desordenada de siempre.



@negramagallanes