Ya estense quietos
Dejen de temblar, no respiren
Esa ruca no se vaya desmayar
Rockdrigo González
¡No hagas paros, no hagas paros!, gritó uno de los dos muchachos que intentaron asaltarme. Intentar. No me robaron ni lastimaron. El otro llegó a mí con navaja en mano. Es cierto todo eso que dicen del tiempo. Tres segundos de asalto que sufrí como si fueran una eternidad, una muy lenta, en pausas.
Ha pasado un día con su noche y me río de mí. Qué pendeja, me reprocho entre risas para después callarme e imaginar que tal vez morí ahí con la navaja clavada en mi costado y que esta continuación de lo que creo mi vida es mi muerte. A fin de cuentas nadie sabe cómo es eso de estar muerto. Qué tal si es creer que seguimos vivos y con nuestros planes [haz planes para que dios se burle de ellos, dicen] y yo entonces ya lo estoy, muerta por un celular, 500 pesos, tres garras de ropa y un cuaderno que cargué para, según yo, garabatear las anécdotas de este viaje.
Esperaba a Alberto después de las 9:00 de la noche en la puerta de un hotel, a tres cuadras de la Terminal Norte de la Ciudad de México. Ahí arriba el Pobrebús, el camión en el que viajan los que, como yo, pagan la ida y vuelta a otra ciudad por un poco más de la mitad de lo que cuesta un solo boleto de los buses de la central camionera. Me acompañan dos bolsas y una maleta pequeña. Mi estancia en la CDMX será de unos cuantos días. Llego a ella emocionada por las oportunidades que me da para descubrir, por la distancia que de vez en vez todos necesitamos de la rutina y, aunque así no funcione, por huir de mis demonios, pero al parecer los cargué en la maleta también, y ya no sé si lamentarme porque no me la robaron.
Entonces ahí estaba yo. Una fría lluvia mojaba las calles y entraba a mi cuerpo, así que mientras esperaba puse todo en el piso y abrí la maleta para sacar un suéter, confiada, ligera, contenta por llegar a la capital, provincianita, en una avenida oscura y sola. ¿A cuánto tiempo estás?, tengo un chingo de frío, textee. Ya no salió mi mensaje, de reojo vi a un chico acercarse muy rápido y pensé que era Alberto. Extendí mis brazos contenta de verlo al tiempo que escuché el no hagas paros. Sí entendí que era un asalto, no supe qué pasó. Mientras este falso Alberto intentó arrebatarme el celular, el de la navaja agarró las dos bolsas del piso con la mano que le quedaba libre. Y grité [creo que no muy fuerte, más bien una súplica] no, por favor, no, por favor. Quisiera pensar que eso fue lo que los hizo deshacerse de su propósito, pero dudo que el lamento de una mujer logre frenar cualquier delito por sí mismo. Funciona si logra atraer la atención de la gente, pero afuera del Hotel Cartagena no había ni un alma en pena, ni tampoco en recepción. Eso lo comprobé una vez que corrí dentro para pedir auxilio. Ni un alma. Lo escribo entre risas nerviosas porque me recuerdo ridícula, lenta, parsimoniosa, como diciéndoles mijos, no traigo nada, mejor préstenme un varo, al pedirles a mis muchachos asaltantes que no, por favor, no, no sé qué no, pero no. No me robe, no me mate, no culpe a la noche, no culpe a la playa, no culpe a la lluvia, no culpe al hambre, culpe al sistema.
No, por favor, no me asalte usted -discúlpenos, pero somos vatos muy ojetes y nadie nos va a detener, canta Rockdrigo González en “Asalto chido”. Maleantes que asaltan una oficina y les exigen a sus víctimas que les entreguen medallas, aretes, anillos, pulseras y carteras mientras los amenazan con la 45 que le bajaron al abuelo. Nomás les faltó pedírselos por favor también. Una rola que se burla de la inseguridad, que describe una escena cotidiana que no es exclusiva de esta ciudad, y que en la violencia presenta a unos rateros que, como si se tratara de un acuerdo en los mejores términos, piden chídamente que las víctimas dejen de temblar de miedo. Una ridiculez total, no existen los asaltos chidos, me digo, y tal vez por eso este absurdo nos da risa, no la causa, sino el efecto: –Coloque aquí su reloj, señora, y si acaso parpadea la de hueso le vamos a volar [sonrisa]. –Tome usted, señor ladrón, aquí lo tiene, es más, deje callo al niño con una estopa en la boca [sonrisa].
¿Por qué me río de esto si me pudieron matar sin testigos [o ya lo estoy y no lo sé]? Hay quien dice que nuestra condición humana es la que nos hace reír de todo, pero hasta que nos alejamos de la emoción, cuando la vemos de retirado. Yo creo que no. Precisamente por eso nos reímos, para alejar la emoción que nos pesa, como en los velorios, por eso, tal vez, y solo tal vez, y a veces, necesitamos reírnos, para dormir el dolor, apaciguar el miedo o la angustia, eso tan mentado de que es un mecanismo de defensa para aliviar las emociones [o evitarlas] que no queremos en el cuerpo. Por eso la risa aleja demonios, como los de mi maleta, que entre más me duelen más los esquivo en la banalidad. Un absurdo para combatir entre risas el dolor, la seriedad, para evadir la realidad.
Total que el de la navaja toma las dos bolsas y de inmediato las avienta al suelo, mientras el falso Alberto se echa a correr. Y ahí me dejaron, sin robo ni lastimadura alguna más que el terror en mi cuerpo que me recorrió como descarga eléctrica. Aún lo siento en forma de contractura muscular en mis brazos y espalda. Cuando me río, ahora, las contracciones de mi diafragma intensifican el recorrido que realizó el miedo. Dice Alberto, el real, que tal vez eran novatos y se asustaron. Como yo, también me asusté y también soy novata: nunca me habían asaltado. Tres segundos que fueron eternos. Un asalto chido, pendejamente digo, que no pasó del susto. Ya tengo qué garabatear en mi cuaderno de viaje. Dejé demonios en Aguascalientes, ya quiero abrazarlos, qué bueno que no me los robaron.
Coda. Si acaso estoy muerta y no lo sé, les traigo información del más allá: no es serio este cementerio, sépanlo.
@negramagallanes
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