Blog de Tania Magallanes. Fervorosa de lo mundano. Feminista. Jefa de Información de LJA.MX @negramagallanes en Twitter
domingo, 3 de mayo de 2020
SOLAS
¿Y el novio? Una de las frases favoritas de todas las tías del mundo, así que cuando las mías comenzaron con su retahíla de preguntas poco delicadas no pude más que reírme. Pero hija, tan bonita y tan sola, búscate un compañero. Mi madre, en sincronía unos días antes me dijo con su sazón lo mismo, pues ya consíguete un novio, ¿no? con esos modos te vas a quedar sola.
La soltería es para muchos la representación de la soledad. El soltero se enfrenta al escrutinio de tías, madres, sociedad, que ve en esta “condición”, forzada o consciente, una desgracia de enormes proporciones, que si bien ha sido explotada desde la risa hasta el llanto, desde quien la goza hasta el que la sufre, me tuvo sentada en el sillón, sola, dedicándole unos cuantos pensamientos.
En su más estricta significación, soltero viene del latín solitarius, solitario o aislado, mientras que la soledad, en una de sus acepciones es concebida como un estado de aislamiento, una respuesta acaso a la ausencia de una relación familiar, amorosa o comunitaria, un escapar de la catástrofe del mundo. También se le liga a un desequilibrio en la interacción con los otros. Animales de convivencia, desde muy pronto el humano primitivo se adaptó a un esquema universal que perpetuaría hasta ahora, aprendimos a cohesionarnos y a estar en contacto, al jaleo de la fiesta, cada quien con sus roles y papeles que beneficiarían a la estructura que las tribus necesitaban, por lo que visto con fines prácticos, el aislamiento ofrecía pocas oportunidades de supervivencia y de diversión, en manada, equilibrados, era mejor luchar contra las bestias, protegerse del frío y, por supuesto, reproducirse.
Ser solos acarrea estigmas muy bien cimentados, tanto para hombres y mujeres, raros, apáticos, locos, sociópatas, incapacitados para el amor y la convivencia, y sin embargo, todas estas insignias cuelgan voluptuosamente en nosotras, pues si las mujeres aún no somos en la totalidad dueñas de nuestros cuerpos, menos de nuestras soledades. Nosotras hemos sido construidas y colocadas en un rol social que todavía nos confiere un grado de sumisión y dependencia; después de milenios de participar en estas manadas como madres, hijas, compañeras, integrantes de las tribus, poquísimas veces líderes, la soledad y el aislamiento siguen sin ser propios de nosotras, ni física ni espiritual. De los hombres sí. Ellos gozaban el cielo en el descanso después de la siembra. Solos, pintaron cavernas y se desprendieron de los grupos de caza para caminar largo rato junto a los ríos y encontrarse a sí mismos. Descubrieron que huir del fragor también produce placer y se taponaron los oídos para evitar el canto de numerosas sirenas que se interponían entre ellos y su pensamiento. Necesitaron estar solos para descubrir e inventar.
Aún entrado el siglo XXI, después de la liberación femenina y durante la cuarta ola del feminismo, no se observa igual al soltero empedernido que ninguna logró amarrar, que a la vieja solterona a la nadie le tiró el lazo. El ideal de una convivencia igualitaria, libre, autosuficiente en lo económico y en lo social, sin dependencias de ningún tipo, se viene abajo cuando una mujer ejerce su derecho a la libertad. Por ejemplo si una decide emprender un viaje sola. Hemos sido testigos de los juicios contra las viajeras solitarias que terminan siendo culpables, bajo el ojo colectivo, de su asesinato, responsables de las vejaciones que sufrieron por no ir acompañadas en su odisea por un varón (aunque dos o tres mujeres siguen estando solas, dicen), son las que propiciaron las agresiones al asumir un alto riesgo con esta decisión, por contravenir a la seguridad que ofrece la compañía masculina. Todavía no son señalados así, con rigor justiciero, los perpetradores de nuestros cuerpos. Nuestro andar solitario o una minifalda, nuestra libertad, son las culpables.
También está aquello de no sales de esta casa sola a menos que sea casada; una mujer soltera pertenece a su familia antes que a ella misma, para después pasar a manos del marido. A las que viven en autodestierro el juicio llega en infinidad de maneras, locas, promiscuas, histéricas, inaguantables, abandonadas o abandonadoras, sin familia. Parece que estar solas está estipulado socialmente como un castigo u otrora libertinaje, no una decisión. Un prestigio oculto corre entre las venas de las mujeres domesticadas y leales, de su casa, mientras que las solas en muchas ocasiones no valen nada. Ahí colocamos a las brujas, en los campos y bosques, enfermas de civilización, solas o juntas en reunión demoniaca, sin miedo, apartadas, fabricando mil artilugios para hacer el mal a la comunidad a la que no pertenecen, de la que son expulsadas.
O como cuando para sacudirnos a un galán incómodo es más efectivo decir que tenemos novio, la presencia invisible de un hombre lo ahuyentará más fácil antes que el rotundo y sonoro no quiero. Incluso hasta tomar una cerveza en un bar, motivadas por la mera distracción en solitario, nos coloca ante los ojos de los parroquianos como unas busconas de compañía, ¿por qué tan solita?, un placer tan vulgar que gozan sin peros aquellos que se colocan en la barra de la cantina a subyugarse con el alcohol hasta la pérdida de la conciencia. Solos.
Así que la soledad ya no está en únicamente no tener pareja. Pertenecer al otro, a los otros, antes que a nosotras mismas, rige todavía en este mundo de sublevaciones feministas, en las que el estandarte de la independencia femenina crece cada día entre nosotras, sin que se adhiera en el colectivo.
Porque también está la soledad anímica que pesa. Aún solas rememoramos al otro antes de enfocarnos en nosotras mismas. Extrañamos a los demás y su querencia, y vacilamos con desagrado en la ausencia. Queremos el jaleo de la fiesta. Prendemos la tele o la radio sin ver ni escuchar, tal vez para sentirnos acompañadas. La exigencia de atender a alguien, esa en la que fuimos educadas con nenucos y muñecas, circunda constantemente entre nosotras, cuidar a los hijos, a los padres, al marido. La ideación de ser madres únicamente para no morir solas persiste; el casarse con el último de los trenes, también. Complacientes con tal de evitar el abandono, aceptamos desprecios de muchas maneras.
Negar la tradición de vivir en comunidad bajo un discurso moral, religioso muchas veces, es visto como una ruptura que castiga nuestro ánimo con juicios sumarios, que nos lapida bajo el supuesto de la pertenencia a los otros, del compromiso servicial, de huir de la soledad a toda costa. Cuánto no hemos leído del mandato de la masculinidad que agrede a las feministas, ellas, mujeres solas y sin pareja a las que les urge una polla que les enderece el camino, que les quite la frustración, la histeria, el rencor hacia el mundo, sin que importe la intromisión que han hecho en nuestros cuerpos y nuestras mentes, sin que importe la constante lucha por nuestros derechos, negándonos la complejidad del autoconocimiento a través de la soledad, la autonomía que nos llevaría a hacer una “revolución intelectual” y con ella el desarrollo de un pensamiento crítico.
Perdóneme si he incurrido en generalizaciones, cada uno de nosotros vive la soledad a su manera, subjetiva e íntima, y en lo grueso no es del gusto de nadie. En la dicotomía entre lo público y lo privado, la soledad no es un asunto del que nos hayamos apropiado. Solos, los que son descubiertos por el olor putrefacto de sus cuerpos. Solos, los vagabundos. Sobre la soledad y el aislamiento pesa el valor del asceta y el estigma del suicidio. Incluso está aquello de sentirse más solo rodeado de personas.
Con todo esto, en una esfera simbólica, la soledad cultural no reserva un sitio disponible para nosotras. Continuarán las tías y las madres y la sociedad preguntando por el novio y nosotras seguiremos hablando de la emancipación de nuestros cuerpos y nuestras mentes. Que no se nos olvide también nuestro derecho de andar solas por el mundo, si así lo decidimos, de disfrutar las proezas insulsas de transitar sin compañía, sin que nadie nos lo cobre con fatalidades.
Tal vez así un día mi madre, mis tías, la gente, dejará de interrogarme por el novio para preguntarme por mi felicidad.
@negramagallanes
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